Fase #4: Sin ley y sin Constitución, pero se firma 

Nota del Editor: Sexta y penúltima entrega del ensayo histórico “Tratado de París de 1898: entre la diplomacia secreta y la Constitución”, investigación en que la Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez analiza el Tratado de París de 1898 desde una perspectiva crítica centrada en las violaciones constitucionales cometidas por España durante su negociación, firma y ratificación.

Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez

A las siete y media de la tarde del 10 de diciembre de 1898, los miembros españoles de la comisión de paz regresaron a la galería grande del Palais du Quai d’Orsay. Allí los esperaban los comisionados americanos vestidos de etiqueta. Cada bando llevaba copia del tratado en carpetas: roja la española y azul la estadounidense. Abierta la sesión, los comisionados españoles firmaron por duplicado la copia española. Después la copia en inglés firmada por los americanos. Acto seguido el señor Montero Ríos entregó la copia española a William R. Day recibiendo de este la copia en lengua inglesa y mientras los americanos firmaban la primera, los españoles estamparon sus firmas en la segunda. El cambio de firmas terminó a las nueve menos diez de la noche.

Las firmas en aquel documento —para las que se utilizaron plumas de bambú, plumas de acero y plumas de ave adornadas con sellos tricolores en honor a Francia— significaban que los españoles, de un plumazo (nunca mejor dicho), asumían la deuda de Cuba y la deuda de Filipinas, pero sin Cuba, sin Filipinas, sin Puerto Rico y sin Guam. A los millones de habitantes de las antiguas provincias españolas se les arrebataba su ciudadanía de origen sin importar el Código Civil vigente ni el debido proceso de ley. Puerto Rico, además, quedó atado sin remedio, y al parecer de por vida, a los poderes caprichosos del Congreso de Estados Unidos que, 126 años más tarde todavía mantiene políticas discriminatorias contra los puertorriqueños. En cuanto a los $20 millones que Estados Unidos pagó por Filipinas (tramitados nuevamente a través de Jules Cambon) no se sabe si fueron a parar al presupuesto nacional del reino de España, si se utilizaron para paliar la deuda filipina o si terminaron en los bolsillos de algún político. Ahora bien, el artículo XVII (también firmado aquella noche del 10 de diciembre de 1898), mencionaba que todo el tratado debía ser ratificado por el presidente de Estados Unidos con la aprobación del Senado, y por la reina regente dentro del plazo de seis meses. Este último artículo apelaba a las constituciones de ambos países. Es decir, la ratificación tenía que hacerse en apego a la Constitución de cada país. Esto es así porque un tratado internacional no se diferencia mucho de una ley. Entre ambos no existe supremacía y los dos están supeditados a la Constitución de cada nación involucrada. Sin ella —sin el texto constitucional— se pulverizan, se convierten en la nada, en la nulidad total. Práxedes Mateo Sagasta, por lo tanto, tenía hasta junio de 1899 para resolver el entuerto constitucional en el que estaba metido. 

Sexta violación a la Constitución 

El 6 de febrero de 1899, allende los mares, en el Senado de Estados Unidos, en una votación de 57 a 27 —un solo voto por encima de las dos terceras partes— se ratificó el Tratado de París. Con trabajo y por los pelos, pero la nueva potencia norteamericana había cumplido una parte del artículo XVII. McKinley y su gabinete, entonces, giraron toda su atención a Sagasta. El ‘viejo pastor’ todavía se debatía si llevar o no la venta de Filipinas a las Cortes o si, por el contrario, debía aprobar todo sin el permiso de las Cortes, tirarlo debajo de la alfombra, esperar que pasara el tiempo y ¡listo! Al final se decantó por pedir autorización a las Cortes en lo que a la venta de Filipinas se refería. El asunto de las deudas no se mencionó en el Parlamento y tampoco en la prensa. Un día después de la aprobación del tratado en el Senado de Estados Unidos, el 8 de febrero de 1899, del otro lado del Atlántico un Práxedes Mateo Sagasta acosado por el gran desastre que dejaba tras de sí y por una situación interna cada vez más explosiva, ponía fin a la censura y convocaba a las Cortes. El Senado y el Congreso deberían reunirse a partir del lunes 20 de febrero con el objetivo de aprobar el proyecto de ley autorizando al Gobierno la cesión de Filipinas y también para ratificar la totalidad del tratado, tal como lo hizo el Senado de Estados Unidos.

Ambas cosas —ley autorizando a ceder las Filipinas y ratificación del pacto— constituían un requisito sine qua non para la validez legal del tratado. En febrero de 1899 España recién se desperezaba de la pesadilla del 98 y tomaba conciencia de la magnitud del desastre. Los carlistas amenazaban con otra revuelta y los catalinistas hacían causa común en contra del Gobierno en reacción por los procesos de Montjuich. En ese contexto, y unos días antes de la primera reunión de las Cortes, Sagasta levantó la mordaza a la libre expresión. Desde el 14 de julio de 1898 el llamado ‘Gabinete negro’ liderado por el Partido Liberal Fusionista de Sagasta, había encarcelado a periodistas, clausurado periódicos, secuestrado ediciones, y censurado toda la información telegráfica y telefónica en España y hacia las provincias.

Al abrirse las compuertas de la libertad de expresión, el aluvión —contenido durante muchos meses— se precipitó. Los periódicos críticos al Gobierno comenzaron a publicar todos los días, bajo grandes titulares, los detalles de la guerra hasta ahora ocultos: los telegramas de Sagasta al capitán general de Cuba; las cartas de Cervera; testimonios de testigos de la capitulación de Santiago; cronologías de la guerra; el dinero que se robaron los militares de Filipinas y de Cuba; responsabilidad de los generales del Ejército; la no defensa de Puerto Rico. La caja de Pandora se abría y amenazaba con volverse una verdadera revolución. El calentón se acercaba muchísimo a la propia figura de Sagasta. Los periodistas exigían responsabilidad no solo a los generales involucrados en el conflicto bélico sino también a los políticos. Exigían nombres. Rendición de cuentas. Juicios sumarios. Lo que publicaba la prensa era repetido por senadores y diputados en las sesiones —esta vez públicas— poniendo en grandes aprietos a los ministros de Marina, Guerra, Hacienda y al propio presidente. Incluso, en el Congreso de los Diputados, en la sesión del 20 de febrero, salió a relucir un supuesto telegrama enviado por McKinley al general Shafter el 13 de julio de 1898 (días antes de la capitulación de Santiago) que incriminaba directamente a Sagasta y decía lo siguiente: 

Intime usted la rendición de la plaza. He pactado con Madrid los preliminares de la paz, que se basan en la rendición. Santiago de Cuba se rendirá con un simple simulacro de combate. Los esfuerzos que esperan llegarán cuando no sea tiempo de resistir. Estén tranquilos. Insista en la rendición que, aún con el ejército enfermo entrará triunfante. Cumpla mis órdenes.

Sagasta y sus ministros solo podían articular defensas basadas en discursos carentes de contenido con alta carga populista. Las arengas patrióticas, el decir que fueron el mejor gobierno en el peor momento, no les sirvió de mucho. El mar de críticas que les llegaba desde la prensa y desde las Cortes amenazaba con convertirse en un imparable tsunami. Anclado en una verdadera encrucijada histórica, Sagasta elevó a las Cortes el 28 de febrero de 1899 su proyecto de ley «declarando comprendido el Archipiélago filipino en la autorización concedida en septiembre de 1898». El Senado aprobó el proyecto por apenas dos votos, pero en el Congreso los disidentes internos del Partido Liberal Fusionista se aliaron con los conservadores y lograron derrotarlo. A Sagasta, entonces, —de repente— lo invadieron los escrúpulos. Decidió que, en lugar de responsabilizarse por las cesiones de territorios que él mismo había negociado y por la cadena interminable de violaciones constitucionales que había cometido, era el momento de dimitir. El 1 de marzo de 1899, en una jugada magistral, Práxedes Mateo Sagasta dio una patada al tablero político presentando su dimisión y la de todo su gabinete ante la reina.

De inmediato, el mismo 1 de marzo de 1899 y a petición de Sagasta, la reina regente disolvió las Cortes.

Con esta acción, Sagasta se libró de ser él quien ratificara el Tratado de París; y también de ser quien llevara a las Cortes el pacto que él mismo había acabado de firmar con Alemania el 12 de febrero de 1899 para venderle las islas Carolinas, las Palaos y las Marianas (excepto la isla de Guam) por la ridícula suma de 25 millones de pesetas, (unos $150 mil de hoy). 

Además, con la astuta movida política, logró redirigir la atención pública de los penosos detalles de la guerra y el tratado hacia la pelea eleccionaria. Con la renuncia del Gabinete y la disolución de las Cortes se tuvieron que convocar nuevas elecciones para el 16 de abril de 1899, y ya sabemos que no existe un distractor más grande para desviar la atención pública que unas elecciones. El proyecto de ley para que las Cortes autorizaran la venta de Filipinas se quedó en el aire. Nunca se aprobó y, por supuesto, nunca se convirtió en ley. Tampoco se llevó a las Cortes ningún proyecto de ley para admitir tropas extranjeras en el reino (tercer punto del artículo 55) ni para obligar a los españoles a asumir las deudas cubana y filipinas (cuarto punto del artículo 55). 

Voladura de la Constitución 

Luego de la renuncia de Sagasta, y siguiendo el sistema de turnos, la reina nombró un nuevo gabinete compuesto por conservadores. Le tocó a Francisco Silvela Le-Vielleuze asumir la presidencia del Gobierno, enfrentar el duro trance de resolver el problema constitucional pendiente y encargarse de la ratificación e intercambio de las ratificaciones del Tratado.

El nuevo gobierno del Partido Conservador podía llevar el proyecto de ley sobre la venta de Filipinas nuevamente a las Cortes, que era, además, el curso de acción que correspondía. Pero, si lo hacía, Silvela se desautorizaba a sí mismo y a su partido. Fueron ellos —Silvela y los diputados del Partido Conservador— los que, tan reciente como el 28 de febrero habían votado en contra del proyecto ocasionando la caída de Sagasta.

El orgullo y las conveniencias políticas pudieron más que la obligación de cumplir con la Constitución. El 25 de marzo de 1899, aconsejada por Silvela, la reina regente —sin más— firmó el real decreto en el que ratificaba el Tratado de París. El nuevo presidente de Gobierno basó su decisión en el artículo 54 de la Constitución que facultaba a la reina a ratificar la paz, ignorando, por supuesto, las incuestionables limitaciones constitucionales contenidas en el artículo 55. 

Séptima violación a la Constitución

Era otro martes, esta vez del 11 de abril de 1899, unos cinco días antes de las elecciones generales en España. A eso de las tres de la tarde, el embajador francés Jules Cambon llegaba al salón de recepciones de la Casa Blanca en Washington acompañado del primer secretario de la embajada francesa, señor Thiebaut. Este último llevaba la copia española del tratado de paz. El presidente McKinley saludó cordialmente al embajador y, después de un breve intercambio de buenos deseos, comenzó la ceremonia formal. McKinley se situó detrás del gran escritorio que la reina Victoria regaló al Gobierno de Estados Unidos, mientras el secretario John Hay y el embajador Cambon ocupaban lugares en el escritorio. A continuación, la comitiva estadounidense dedicó un precioso tiempo a examinar el real decreto de la reina regente otorgando poderes al señor Cambon con fecha del 11 de agosto de 1898.

Jules Cambon, como sabemos, carecía de capacidad jurídica para ratificar un tratado que cedía territorios y que comprometía la hacienda de los españoles. No obstante, firmó por España y el secretario de Estado, John Hay, por Estados Unidos. La ceremonia fue inconstitucional, pero hermosa. 

El presidente sacó del escritorio la copia estadounidense del tratado bellamente escrita, encuadernada en un precioso cuero azul hecho a mano en Marruecos y se la entregó al señor Cambon. Al mismo tiempo, monsieur Cambon entregó al presidente la copia española del tratado, también bellamente escrita, encuadernada en piel de Marruecos y guardada en una caja color marrón. Hubo reverentes inclinaciones mientras cada uno recibía del otro el compromiso final de paz. El secretario John Hay llevó consigo la copia española del tratado y la depositó en los archivos del Departamento de Estado. Monsieur Cambon, por su parte, telegrafió al Gobierno español sobre la restauración final de la paz e informó que la copia del tratado sería enviada a España través del Ministerio de Asuntos Exteriores francés.

El tiro de gracia: junio de 1899 

Ese tratado, bellamente encuadernado e intercambiado de manera tan formal era, de principio a fin, inconstitucional y por lo tanto nulo en Derecho. Las Cortes españolas —al igual que lo hizo el Senado estadounidense— tenían que haberlo aprobado y no lo hicieron. El Gabinete del Partido Conservador Español creyó cumplir con la Constitución por el simple hecho de informar —note el lector el verbo «informar» que no implica aprobación— los contenidos del Tratado de París a posteriori a las Cortes. El 2 de junio de 1899, dos meses después de haberse consumado la ratificación, en ocasión de la apertura del nuevo Parlamento, la reina regente leyó un discurso en el que no faltó el reconocimiento de que, en efecto, se habían saltado a la Constitución y tampoco las invitaciones al silencio: 

“Al abrirse estas Cortes, se renuevan en nuestro corazón todos los dolores con que nos han afligido tantas desdichas. Conviene mantener esas tristezas en el alma para sacar de su experiencia alguna enmienda; pero son de tal condición los daños, que mejor cuadra a nuestra dignidad el recogimiento y el silencio sobre ellos, que la queja. Ajustada la paz con los Estados Unidos, se produjeron dificultades parlamentarias que ocasionaron un cambio de Gobierno, y entendió el nuevamente constituido que, según el artículo 54 de la Constitución me correspondía ratificar el Tratado, dando cuenta a las Cortes. Lo hice así cumpliendo un deber bien amargo, y mi Gobierno os comunicará los documentos de la negociación, para vuestro juicio definitivo. Quedaron bajo nuestro dominio las islas Carolinas, Palaos y la mayor porción de las Marianas; pero mi gobierno anterior entendió no convenía a España mantener en aquellas regiones restos tan reducidos de nuestro antiguo imperio, y firmó un convenio con S.M. el Emperador de Alemania ofreciendo cederle aquellos territorios por una ley cuyo proyecto se os someterá inmediatamente.

Veinte días más tarde, el 22 de junio de 1899, la comisión encargada por el Senado para informar sobre el proceso que concluyó con la ratificación del Tratado de París, decía lo siguiente: 

S.M. el Rey y en su nombre la Reina Regente del Reino, ejercitando constitucionalmente una de las más importantes facultades que por el artículo 54 de la Constitución le corresponden, ratificó el tratado de paz en 25 del último marzo, y, cumpliendo la formalidad que el mismo artículo exige, da de ello cuenta documentada a las Cortes. El Gobierno, atento a que en este complicado asunto han mediado autorizaciones de carácter tan delicado como grave, quiso satisfacer desde el primer momento el criterio más exigente y puso en los augustos labios de S.M. a la apertura de las actuales Cortes el deseo de someter todo el expediente al juicio definitivo de las mismas y el Senado, ejercitando la prerrogativa que particularmente le otorga el artículo 111 de nuestro Reglamento, mandó que todo el expediente pasara a las Secciones para el nombramiento de una comisión que examinase el asunto y diera su dictamen, y autorizó el nombramiento de la que hoy tiene el honor de dirigirse al Senado. Todo fue, como se ve, correcto y ordenado, y se ajustó a los más rigurosos preceptos de la Constitución del Estado y de nuestro Reglamento. […] El Senado queda enterado del tratado de paz entre España y los Estados Unidos de América, firmado en París el 10 de diciembre de 1898 […]

No. Por mucho que la comisión del Senado se empeñara en repetirlo, no todo fue correcto y ordenado y mucho menos «se ajustó a los más rigurosos preceptos de la Constitución». El Tratado de París, comenzando por el protocolo de paz hasta su intercambio final con Estados Unidos, fue una cadena interminable de violaciones constitucionales. Sus bases fueron negociadas por un extranjero sin capacidad jurídica; las Cortes aprobaron la ley para ceder Puerto Rico y renunciar a Cuba a posteriori; las Cortes nunca consintieron la venta de Filipinas ni la entrada de un ejército extranjero en territorios del reino; fue ratificado por el mismo extranjero sin capacidad jurídica; y, lo peor, el Parlamento nunca avaló el tratado. 

¿Las Cortes tenían que ratificar el Tratado? 

Ya sabemos que el punto cuarto del artículo 55 de la Constitución decía textualmente: «el Rey necesita estar autorizado por una ley especial para ratificar los tratados de alianza ofensiva y todos aquellos [tratados] que puedan obligar individualmente a los españoles […]». Note el lector que el artículo habla de «tratado». En esta ocasión no se trata de un permiso específico de las Cortes para renunciar, ceder o vender territorios. Se trata de que las Cortes debían «ratificar los tratados» que puedan obligar individualmente a los españoles. Y no hay duda alguna de que el Tratado de París entraba en esa categoría. Era tan cierto que el Tratado de París obligaba individualmente a los españoles que, cuatro meses luego de su ratificación, la ley de Obligaciones Generales del presupuesto español del 2 de agosto de 1899 incluyó un capítulo titulado: «deudas procedentes de las Colonias con crédito suficiente para el pago de intereses».

El Estado español tenía que subrogar las deudas de Cuba y Filipinas, pero solo era posible si se procedía a una completa reorganización de la deuda pública de España y si se imponían sacrificios para los portadores de la deuda. Así, la mencionada ley del 2 de agosto de 1899, dispuso la reducción de un 20% de los cupones de la deuda cubana y un 10% de reducción en los cupones filipinos, suprimiendo el atractivo principal (altos intereses) que tuvieron los bonistas al comprar esos cupones. Se limitó también la carga financiera de las deudas suspendiendo definitivamente la amortización de los billetes hipotecarios de Cuba y Filipinas. Con estas y otra serie de medidas, el Gobierno español logró reducir los gastos de las deudas coloniales hasta hacerlas compatibles con los recursos del Estado. Aceptada la subrogación con las mencionadas limitaciones, la transformación efectiva de las deudas coloniales en nacionales se produjo en 1900 cuando los billetes hipotecarios de Filipinas y Cuba quedaron convertidos en deuda amortizable al 4% de interés.

Es decir, cada uno de los españoles que vivía en el reino de España en el año 1898, y también sus hijos y sus nietos, asumieron el pago de la millonaria deuda dejada por las antiguas colonias de Cuba y Filipinas. Esto sin contar la inmensa deuda que quedó con los soldados, con los pensionados y con los funcionarios públicos de las antiguas provincias. ¿Qué hubiera pasado si el Senado de Estados Unidos no hubiera ni siquiera evaluado el Tratado de París? La misma respuesta que demos a esta pregunta, aplica al caso español: no sería vinculante jurídicamente. La firma de un tratado por parte de los representantes de un país indica la intención de esa nación de adherirse al tratado. 

Sin embargo, la firma por sí sola no hace que el tratado sea jurídicamente vinculante. Es necesario que ocurra un acto formal de ratificación según la Constitución del país en cuestión. Un tratado que no ha sido ratificado no es vinculante para el país ni a nivel internacional. Esto significa que no puede ser aplicado por los tribunales nacionales ni puede afectar los derechos y obligaciones de los ciudadanos o entidades.

La prensa española de 1899, ocupada en las peleas típicas de las contiendas electorales y enfocada únicamente (como la fábula del burro y la zanahoria) en las próximas elecciones, no prestó atención al asunto. Total, como bien dijo un periodista del Heraldo de Madrid, «¿Qué más da? ¿Acaso no está todo consumado? ¿Acaso volveremos por arte milagroso a encontrar lo perdido? El enfermo no solo ha muerto sino que está ya bajo siete estados de tierra. Y aún se discute sobre cómo ha de extenderse la partida de defunción».

Aquel anónimo periodista, protagonista de eventos que 126 años después siguen vigentes, se preguntaba: «¿qué han de decir los futuros historiadores? Qué han de decir que no sea que «cuanto sucedió debió suceder y que cuanto ocurriera, así en la guerra como en la paz, estaba escrito y debía cumplirse sin remedio». «Total» —volvía a filosofar el escritor en un intento por justificar las propias culpas y atisbar el futuro— «en el porvenir no habrá nadie que señale las grandes culpas, las grandes omisiones, los olvidos, las debilidades, las flaquezas, el abandono».

Por mucho tiempo ha llevado razón. Hasta ahora.

Prensa Sin Censura agradece a la Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez su autorización para publicar en serie el ensayo histórico publicado en Universi Contemplator, Revista del departamento de Humanidades, Universidad de Puerto Rico en Bayamón.

No se pierda mañana la última parte de la serie Tratado de París de 1898: entre la diplomacia secreta y la Constitución.

Foto/Europarl

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