Nota del Editor: Quinta entrega del ensayo histórico “Tratado de París de 1898: entre la diplomacia secreta y la Constitución”, investigación en que la Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez analiza el Tratado de París de 1898 desde una perspectiva crítica centrada en las violaciones constitucionales cometidas por España durante su negociación, firma y ratificación.
Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez
En 1898 estaba vigente la Constitución que Antonio Cánovas del Castillo redactó en 1876 y que estableció un modelo de monarquía constitucional en todo el reino de España. El texto, de apenas 89 artículos, exigía que el Gobierno contara con la doble confianza tanto del rey como del Parlamento. Si bien el monarca mantenía el poder ejecutivo y la llamada «prerrogativa regia», también es cierto que estaba limitado y restringido por la Constitución.
Según la Constitución de 1876, el rey —en este caso la reina regente— podía actuar en los asuntos tradicionales, excepto en aquellos que expresamente la Constitución reservaba para otro actor político. Por ejemplo, el artículo 54 otorgaba al monarca el poder de «declarar la guerra y hacer y ratificar la paz, dando después cuenta documentada a las Cortes», pero el número 55 agregaba unos condicionantes.
Artículo 55
El Rey necesita estar autorizado por una ley especial: Primero. Para enajenar, ceder o permutar cualquiera parte del territorio español. Segundo: Para incorporar cualquiera otro territorio al territorio español. Tercero. Para admitir tropas extranjeras en el Reino. Cuarto. Para ratificar los tratados de alianza ofensiva, los especiales de comercio, los que estipulen dar subsidios a alguna potencia extranjera y todos aquellos que puedan obligar individualmente a los españoles. En ningún caso los artículos secretos de un tratado podrán derogar los públicos. Quinto. Para abdicar la Corona en su inmediato sucesor.
Tanto el artículo 54 como el 55, cuyos orígenes se remontan a la Constitución de Cádiz de 1812, se tenían que leer en conjunto. En el primero se facultaba al rey para hacer y ratificar la paz, pero en el segundo se incluían varias limitaciones constitucionales. En el caso que ahora nos ocupa, el monarca necesitaba estar especialmente autorizado por una ley para ceder cualquier parte del territorio. «El rey no podía ceder ni un palmo de sus dominios sin consultar antes con las Cortes».
A diferencia de la Constitución de Estados Unidos que otorga autoridad al presidente para negociar y firmar tratados, condicionado a que el Senado los apruebe a posteriori con una mayoría de dos tercios; la Constitución española de 1876 requería la aprobación de las Cortes a priori si ese tratado incluía cualquiera de las cinco limitaciones constitucionales del artículo 55. La reina regente, por lo tanto, podía ratificar la paz, pero de forma alguna estaba autorizada para renunciar, ceder, vender territorios o permitir la entrada de tropas extranjeras a provincias del reino que era, precisamente, de lo que trataba el protocolo de paz. Necesitaba antes de hacerlo, una «ley especial» y la Constitución dejaba claro en su artículo 18 que «la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes».
María Cristina de Habsburgo no tenía, por lo tanto, poder constitucional para pactar la entrega de territorios del reino. Eran las Cortes —Senado y Congreso de los Diputados— las únicas que podían intervenir en casos en los que estuviera involucrada la cesión de provincias y territorios. Es decir, la reina no podía delegar en Cambon un poder que ella misma no tenía. Jules Cambon carecía de poderes legales para actuar en nombre del Gobierno de España antes del 11 de agosto y siguió careciendo de ellos luego de esa fecha. La reina —al otorgar facultades plenipotenciarias al francés para enajenar territorios por petición de Sagasta— usurpó funciones que la Constitución tenía reservadas a las Cortes del reino. Luego de hacerlo, delegó esas funciones previamente usurpadas en un tercero que, para mayor inri, era un ciudadano extranjero. La acción, al final, se convirtió en una larga cadena de ilegalidades. Tanto el paso primero de usurpación como la posterior delegación de poderes son ilegítimos y, por lo tanto, nulos en Derecho. Y los efectos de los actos nulos en Derecho, al igual que los nulos por capacidad jurídica son, por tradición jurídica, retroactivos.
Fase #2: segunda y tercera violación constitucional
Doce días después de firmado el protocolo de paz en Washington, Práxedes Mateo Sagasta, como presidente del Consejo de Ministros, convocó a las Cortes españolas. Las sesiones, suspendidas desde el 24 de junio, se reanudarían el 5 de septiembre de 1898.
Llegada esa fecha, suprimidas aún las garantías constitucionales, censurada la prensa y con la cercanía del inicio de las conversaciones en París, Sagasta decidió que era el momento de aparentar cumplir con la Constitución española. Una cosa era firmar el protocolo de paz y otra muy distinta ejecutar esas concesiones. Necesitaba una «ley especial» para renunciar a Cuba y ceder Puerto Rico y para eso convocaba a las Cortes. Sagasta, sin embargo, estaba dispuesto a cumplir a posteriori con la Constitución y solo a medias. La ley especial del Parlamento era necesaria antes de acordar la cesión de territorios, no después. Pero, ya sabemos que el Gabinete de Sagasta —ignorando el mandato constitucional— aceptó renunciar y ceder territorios a través de un francés, sin la presencia de ningún miembro del Gobierno y sin consultar a las Cortes.
Llegado el momento, específicamente durante la sesión secreta del Senado del sábado 10 de septiembre de 1898, el Gobierno de Sagasta justificó su acción escudándose en los tiempos verbales del acuerdo. «España por el Protocolo no renuncia a nada. España renunciará. España cederá». Así intentaba explicar el ministro de Gracia y Justicia la inmensa cadena de violaciones constitucionales que había cometido su Gobierno:
Decía, señores, —y lo que estoy diciendo no lo diría si no nos encontráramos en sesión secreta— que solicitamos la paz en el primer momento que lo estimamos oportuno. Y ¿qué sucedió? Que utilizando los buenos oficios del embajador de Francia, hicimos llegar nuestra petición en términos generales al Presidente de los Estados Unidos, indicándole que señalase las bases de la paz. El Presidente manifestó cuáles habían de ser las condiciones de esa paz, análogas, al parecer a las que figuran en el protocolo, pero con una inmensa diferencia. El Presidente dijo: renuncia inmediata de la soberanía en Cuba; entrega de Puerto Rico también la intervención en Filipinas en la forma que conoce el Senado. Pues bien; el Gobierno no aceptó desde luego eso. El Gobierno hizo llegar a sus manos, y sobre todo en instrucciones que dio al embajador oficioso, que no podría nunca hacer cesión de territorios, sino dentro de las formas constitucionales, y que él no se podría obligar, no teniendo poder ni mandato para ello hasta que se lo dieran las Cortes, a aceptar nada de eso que proponía el Presidente, sino ad referendum.
El ministro no explicó, sin embargo, por qué en el artículo IV del mismo protocolo el tiempo verbal cambió y se determinaba que España debía evacuar inmediatamente —no en futuro— Cuba y Puerto Rico. De hecho, para la fecha en que discursaba ante el Senado, ya Puerto Rico estaba ocupado y se preparaba la entrega de la soberanía a Estados Unidos, evento que ocurrió el 18 de octubre de 1898. Pues bien, volviendo al intento burdo de cumplir con la Constitución, en septiembre de 1898 el presidente de Gobierno exigió, además, que las sesiones de las Cortes con relación al protocolo de paz fueran absolutamente secretas.
Esto en contravención con el artículo 40 de la Constitución que establecía de forma clara el carácter público de todas las sesiones del Congreso y del Senado. «Solo en los casos que exijan reserva podrá celebrarse sesión secreta».
No existía en ese momento en todo el reino de España nada que ameritara mayor transparencia que los asuntos relacionados a la derrota en Manila, la doble catástrofe en Santiago de Cuba, las negociaciones de paz a través de un francés, la renuncia a Cuba, la cesión de Puerto Rico, la ‘intervención’ de Estados Unidos en Manila…¡Se iba a decidir el abandono de la tercera parte del territorio y de la población de España en una sesión misteriosa y secreta!
Así describía la situación El Imparcial, periódico dirigido por Eduardo Gasset y Artime:
A oscuras, sin ruido, por señas, como en una asamblea de sordomudos es como va a ventilarse ante la representación nacional el problema del porvenir de España. Antes de proceder a la amputación ha aplicado el señor Sagasta el anestésico, modo de caridad operatorio que puede originar daños sin cuento. Las Cámaras discutiendo en las catacumbas parecen responder a un bajo concepto del sistema parlamentario.
Ante el secretismo pretendido por el Gobierno —inconstitucional por demás— las minorías republicana, romerista (seguidores de Romero Robledo) y carlista, exigieron que se discutiera todo en sesiones abiertas. La respuesta del Gobierno fue contundente: «no se dará cuenta de nada relacionado con la paz en sesión pública». Sagasta ya había condenado al silencio a la prensa y ahora lo hacía con las Cortes. Su petición para debatir las condiciones de paz en secreto fue aprobada el 7 de septiembre de 1898 gracias a los 102 votos de los congresistas de su partido, con el voto en contra de los 45 conservadores. Los diputados republicanos y carlistas, que sumaban 45 votos, así como los 28 romeristas, decidieron abandonar el salón antes de comenzar la votación.
Determinada ya la secretividad del debate, los representantes de las minorías tomaron la insensata e inoportuna decisión de abandonar el Senado y el Congreso:
Las minorías que se han creído en la necesidad de ausentarse del Parlamento consideran atentatorio al régimen legal existente y a los sagrados derechos del país, el intento de despojar a las Cortes de la publicidad de las sesiones, acuerdan no concurrir a las sesiones mientras subsistan el criterio y el propósito de sustraer a la discusión pública en el Parlamento los intereses nacionales.
Los republicanos retornaron a sus posiciones en las Cortes, participaron del debate —no así los romeristas y carlistas— y al final votaron a favor del proyecto presentado por Sagasta para renunciar a Cuba y ceder Puerto Rico. La presencia republicana no hizo gran diferencia en el resultado, aunque sí dejó por escrito para la posteridad que todo aquello no era más que un puro teatro rodeado de crasas violaciones a la Constitución:
Los Diputados que suscriben tienen el honor de proponer al Congreso se sirva declarar: que el Gobierno pudo evitar la guerra con los Estados Unidos, y no acertó a evitarla; que no ha sabido preparar ni organizar los medios de defensa, de modo que hubieran respondido a los enormes sacrificios del país, y que ha violado la Constitución al firmar el protocolo de Washington sin la previa autorización de las Cortes.
Superado ya el primer obstáculo, Práxedes Mateo Sagasta presentó en sesión secreta del Senado y del Congreso de los Diputados su propuesta de ley «para autorizar al Gobierno a renunciar derechos de soberanía y ceder territorios en las provincias y posesiones de Ultramar».
En aquellas sesiones, desde el 9 de septiembre hasta el martes 13 de septiembre de 1898, se habló de los pormenores de la guerra; de las deudas de Cuba y Filipinas; de los compromisos económicos contraídos en aquellos territorios; de la necesidad de un período de transición para ejecutar los acuerdos; de la nacionalidad española que se les arrebataba a los habitantes de las islas cedidas y de las indeterminaciones en el protocolo de paz e incluso se cuestionó si Cambon estaba o no autorizado para firmar el protocolo. Pero, sobre todo, aquellas sesiones dejaron muy claro a cualquier investigador y a todos los involucrados —senadores, diputados y ministros del Gobierno— que allí lo único que se aprobaba era la renuncia a Cuba, así como la cesión de Puerto Rico y Guam. Nada más. El 14 de septiembre de 1898 la reina regente emitió el real decreto —refrendado curiosamente no por Sagasta como presidente del Consejo de Ministros sino por el ministro de Gracia y Justicia, Alejandro Groizard— que autorizaba al Gobierno a renunciar a su soberanía sobre Cuba y a ceder incondicionalmente a Puerto Rico y la isla de Guam.
No autorizaba a vender Filipinas. Filipinas estaba a salvo, como intentó explicar el propio Groizard a los senadores, «porque en la cláusula se dice que la ocupará (no que se enajenará) en espera de un tratado de paz. De modo que en esa tercera cláusula nosotros no hicimos ninguna enajenación de territorio».
Los eventos posteriores darán buena cuenta de cuan equivocado estaba el ministro de Sagasta o de cuanto mentía. El mismo día que obtuvo lo que necesitaba, Sagasta volvió a cerrar el Parlamento. El 14 de septiembre de 1898 la reina firmó otro real decreto —esta vez sí refrendado por el presidente del Consejo de Ministros— por el que suspendían todas las sesiones de las Cortes.
La prensa continuó completamente censurada. En paralelo, y sin esperar siquiera a que iniciaran las conferencias de paz, ocurría la evacuación española de Cuba y Puerto Rico. Cuando en París todavía se conversaba sobre el tratado de paz, ya en Puerto Rico se inauguraba el gobierno militar estadounidense sin que sepamos hasta la fecha sobre qué sustento en Derecho internacional se basó ese gobierno.
Fase #3: París
A pesar de que el tipo de interés que se ofrecía era elevadísimo, las negociaciones fueron un fracaso. Los banqueros catalanes rechazaron el negocio a menos que obtuvieran la garantía adicional de la nación. Esa condición se hizo efectiva a través de la ley del 10 de junio de 1897 mediante la cual se autorizaba al Gobierno para conceder la garantía general de la nación a las operaciones de crédito que se realizasen por cuenta del Tesoro de Filipinas. Con estos blindajes, la emisión de deuda filipina fue un éxito. Tres mil suscriptores en Madrid compraron bonos; 1107 en Barcelona; 1682 en Bilbao; 1126 en Zaragoza; 429 en Santander; 330 en Valencia y en cantidades más pequeñas en el resto de las comunidades del reino.
«La elección de París para las negociaciones de paz establece la supremacía de la influencia francesa en España» —así describía la situación el embajador inglés en Madrid, Sir. Henry Drummond Wolff, en carta al marqués de Salisbury— «en el futuro, o al menos por mucho tiempo, España será más o menos una dependencia de Francia».
El diplomático inglés parecía particularmente irritado porque Thèophile Delcassé había obtenido esta ventaja sin comprometer las buenas relaciones entre Francia y Estados Unidos, pero sobre todo porque «temía el peligro de una cooperación sistemática entre franceses y españoles en Marruecos en detrimento de Inglaterra».
Esta carta mide la magnitud de la victoria diplomática de Delcassé. Pero, por razones obvias, cuanto más durara la conferencia de paz en París, más ventajosa sería la posición de Francia. Delcassé no escatimó recursos para lograrlo. El trabajo de los comisionados de paz comenzó el 29 de septiembre de 1898 con un espectacular almuerzo de veintiséis cubiertos en el Palais du Quai d’Orsay, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores. El embajador español León y Castillo y el embajador estadounidense, Horace Porter, presentaron a Delcassé —quien no dejó de lucir su protagonismo— ante los miembros de las dos comisiones. El menú era impresionante: ostras, trucha de lago, ternera, chuletas Sévigné al marfil, pato, perdices, jamón, ensaladas, alcachofas al champagne, helados al estilo ruso y frutas (sin mencionar, por supuesto, los inevitables vinos franceses). Después del almuerzo, Delcassé entretuvo a los invitados con la mayor cordialidad en los salones de su palacio hasta las tres en punto. Una vez en marcha, la Comisión de Paz se reunió, precisamente, en el Palais du Quai d’Orsay en dos salones llamados la Galerie des Fêtes, colindantes con el gran comedor del palacio.
Pasadas las formalidades, los vinos y el champagne, llegó la hora de que los comisionados españoles comenzaran a sentir las consecuencias de haber delegado funciones durante la redacción del protocolo de paz. Todas las veces que intentaron insertar un tema nuevo, no incluido de forma explícita en el tratado de paz, se encontraron con la misma respuesta: —Que se matizara la cláusula que decía: «los derechos civiles y la condición política de los naturales aquí cedidos a los Estados Unidos se determinarán por el Congreso». —No.— Que se creara una comisión que investigara la explosión del Maine presidida por un técnico alemán y compuesta por dos españoles, dos británicos y dos franceses.
—No. — Que la religión católica y sus ministros mantuvieran las prerrogativas de las que gozaban.
—No.— Que Estados Unidos continuara pagando a los herederos de Cristóbal Colón la parte de pensión que se cargaba al Tesoro de Puerto Rico (3400 pesos fuertes anuales) y la parte que pagaba el Tesoro de Manila (4000 pesos fuertes anuales).
—No. — Que Estados Unidos se responsabilizara por la deuda de Cuba. —No.— Que pagaran por una supuesta (e inventada) deuda de Puerto Rico. —No.
La desesperanza hacia mella en aquellos cinco comisionados y aún no sabían que lo peor estaba por venir. El 31 de octubre de 1898 apareció en la mesa de negociación la firme petición de Estados Unidos de hacer valer el artículo III del protocolo. Exigían la entrega del archipiélago de las Filipinas.
Los españoles entraron en pánico. «Esa proposición no solo no cabe dentro de los artículos del Protocolo, sino que está en notoria contradicción con él y es una flagrante infracción» —decían—.
El acuerdo se refería solo a una ocupación temporal o provisional de Manila hasta que se hiciese el tratado y eso, según ellos, «estaba claro» en el artículo III traducido literalmente del francés:
Los Estados Unidos ocuparán y tendrán la ciudad, la bahía y el puerto de Manila, esperando la conclusión de un tratado de paz que deberá determinar la inspección (contrôle), la disposición y el gobierno de las Filipinas.
Note el lector que, en pocos meses, contrôle se había transformado de ‘intervención’ a ‘inspección’. A diferencia de los españoles, los comisionados de Estados Unidos no tenían duda alguna: contrôle era ‘dominio’, ‘possession’.
A partir de esta fecha todos los esfuerzos de los comisionados de ambos bandos se concentraron en el tema Filipinas. España no estaba dispuesta a ceder y Estados Unidos tampoco. Jules Cambon tuvo que explicar cómo fue que se cambiaron las palabras de ese artículo, y por qué dijo una cosa allá y otra acá, aunque le echó toda la culpa a su desconocimiento del inglés. «Fue un malentendido», dijo. Ya llegado noviembre el asunto amenazaba con volverse un conflicto internacional.
Inglaterra le cursó cables diplomáticos a Estados Unidos preocupado por la posible entrada de Alemania en el archipiélago filipino. Alemania, por su parte, dejó claro —a través de su órgano oficial— que no le era indiferente que las Filipinas fueran españolas o americanas. «Además, las Filipinas no han sido realmente conquistadas. La campaña de los yanquis en Filipinas ha consistido en echar a pique una escuadra española pobre y anticuada y en prestar ayuda y socorro a hordas de rebeldes para que resistieran las fuerzas españolas».
Mientras que Le Temps, el diario más importante de París, aprovechó para declarar que Estados Unidos —si pretendía quedarse con Filipinas— estaría obligado a abandonar su política proteccionista y abrir las islas al libre mercado «a cambio de la ayuda británica en China».
Cuarta violación a la Constitución
De repente, el 21 de noviembre, los comisionados estadounidenses ‘fueron autorizados’ para presentar una proposición: pagarían por las Filipinas, 20 millones de dólares (unos $757 millones actuales).
Debe resultar extraño que un país ‘vencedor’, en lugar de pedir reparaciones por los costos de la guerra, ofrezca pagar al ‘vencido’. Además —y en este aspecto nos acercamos más a un tratado comercial entre países y menos a un tratado de paz— prometían mantener en la zona una política de comercio internacional de puertas abiertas (muy diferente al proteccionismo que practicaban en su propio país y al bloqueo al comercio extranjero que ya habían impuesto en Puerto Rico). La concesión estadounidense incluía también beneficios económicos para España. Durante diez años se admitirían los buques y las mercancías españolas bajos las mismas condiciones que los buques y las mercancías de Estados Unidos.
La situación era sin duda complicada. Los comisionados contaban con la ley especial —tardía pero ley al fin— para renunciar a Cuba y ceder Puerto Rico, pero no tenían autorización de las Cortes para hacer lo mismo con Filipinas. No podían aceptar la propuesta estadounidense sin antes pedir la consabida ley a las Cortes. A pesar de ello. A pesar de que España estaba obligada a cumplir con su Constitución antes, durante y después de firmar un tratado internacional, el 28 de noviembre de 1898, los comisionados españoles aceptaron, en nombre de España, la proposición estadounidense. Con la aceptación por la parte española se superó el último escollo para la firma definitiva del tratado. Era inminente ya el cierre definitivo. El acto final colocaría nuevamente a París en el centro de atención por lo que Delcassé volvería a tirar la casa por la ventana. Pero, antes de saltar a las pomposas firmas con plumas de acero y de bambú, hagamos un alto para concentrarnos en un asunto de extrema importancia, hasta ahora soslayado por la guerra y las grandes movidas diplomáticas: las deudas de Cuba y Filipinas.
Quinta violación a la Constitución
En el mes que estalló la guerra con Estados Unidos —abril de 1898— el Tesoro español aún estaba realizando las operaciones relacionadas a los mil millones de pesetas emitidos en forma de deuda por la isla de Cuba, acordada por real decreto del 10 de mayo de 1886 y 27 de septiembre de 1890.
En ese mismo mes, el 2 de abril de 1898, se emitió otra deuda cubana, esta vez por 223 millones de pesetas. Y, de nuevo, el 31 de mayo de 1898, por real decreto se autorizó la emisión de mil millones de pesetas, pagaderos al 4% de interés.
Cuba tomó una deuda adicional con Puerto Rico: solicitó la transferencia de 2 millones 500 mil pesos del Tesoro puertorriqueño con el compromiso de devolverlos una vez terminara la guerra (algo que nunca ocurrió).
En fin, la totalidad de la deuda reconocida de Cuba (2 mil 223 millones de pesetas104) contaba con la garantía especial de las rentas del tabaco y timbre de la isla. Pero, luego de emitidas las deudas cubanas, se les otorgó una garantía subsidiaria avalada por la nación española, específicamente por el impuesto al consumo y las aduanas de la Península. Es decir, los consumidores españoles tendrían que hacerse cargo de la deuda cubana, si la primera hipoteca constituida en favor de esos valores no se hiciera efectiva.
Otro tanto ocurrió con Filipinas. A finales de agosto de 1896, con el estallido revolucionario en el archipiélago asiático, España tuvo que buscar fondos extraordinarios para mantener la guerra. En primer lugar optó por pagar los gastos militares con los recursos procedentes de los créditos cubanos, pero ya en el otoño de 1896 se vio obligada a realizar un empréstito por 400 millones de pesetas. En marzo de 1897 la guerra adquirió mayor gravedad y requirió más dinero. Así las cosas, el 20 de abril de 1897 se iniciaron conversaciones con el director del Banco Hispano-Colonial, con el grupo Comillas y con otras casas de Barcelona para que entre todos comprasen una deuda por valor de 200 millones de pesetas al 7%, con garantías de la renta de aduanas de Filipinas.
En diciembre de 1898, Filipinas adeudaba más de 600 millones de pesetas. Esa cantidad, al igual que la deuda cubana, estaba garantizada por las rentas generales de la nación. Además de los bancos involucrados, un millón de suscriptores españoles eran portadores de los bonos filipinos. Los anteriores datos agregan condimento a la compleja situación de los comisionados españoles en París. El Gabinete sagastino había confiado ciegamente en un francés para negociar el fin de la guerra y, de nuevo, confió ciegamente en su ilusa teoría de que las islas y las deudas se moverían juntas. Es decir, si España ya no controlaría las aduanas de Cuba y Filipinas, tampoco debería asumir la obligación de pagar su deuda. Se equivocaron. El tratado que iban a firmar no solo se trataba de renunciar a Cuba, ceder a Puerto Rico y vender a Filipinas. El aceptar dicho tratado traía consigo la obligación de asumir el pago de casi 3 mil millones de pesetas adeudadas por Cuba y Filipinas. Esa obligación no tendría que saldarla Sagasta o sus ministros en carácter personal, sino que recaería sobre la hacienda de todos los españoles que la pagarían, ya fuera a través de impuestos al consumo o de otros impuestos presentes y futuros. Esto sin olvidar el daño pecunicario a los bancos y a los miles de suscriptores españoles de dichas deudas. Este análisis económico nos lleva a otro de carácter constitucional. Recordemos que el artículo 55 de la Constitución española establecía en su punto cuarto que para ratificar un tratado que «pueda obligar individualmente a los españoles» el rey «necesita estar autorizado por una ley especial».
Esa ley, como ya sabemos, no existía. Sagasta nunca acudió a las Cortes para solicitar esta autorización que era, sin duda, un requisito constitucional previo antes de firmar dicho tratado.
Prensa Sin Censura agradece a la Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez su autorización para publicar en serie el ensayo histórico publicado en Universi Contemplator, Revista del departamento de Humanidades, Universidad de Puerto Rico en Bayamón.
No se pierda mañana la penúltima parte de la serie Tratado de París de 1898: entre la diplomacia secreta y la Constitución.

