El Tratado de París y los cuatro hombres de Sagasta 

Nota del Editor: Tercera entrega del ensayo histórico “Tratado de París de 1898: entre la diplomacia secreta y la Constitución”, investigación en que la Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez analiza el Tratado de París de 1898 desde una perspectiva crítica centrada en las violaciones constitucionales cometidas por España durante su negociación, firma y ratificación.

Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez

Fernando León y Castillo —el primer hombre del Gabinete de Sagasta que inició los acercamientos con Delcassé en 1898— sostuvo siempre la tesis de que para mantener la unidad de España, salvar la monarquía y defender sus colonias era necesario jugar a una diplomacia europea, específicamente con Francia como aliado.

Desde su embajada en París, puesto que ocupó intermitentemente bajo los gobiernos de Sagasta, impulsó una política europeísta y francófila en detrimento de las provincias antillanas y filipinas. 

El diplomático español, nacido en las islas Canarias, pertenecía a la escuela ideológica de Práxedes Mateo Sagasta, de Almodóvar del Río y de Segismundo Moret. Los cuatro hombres que estarán en el poder justo en el momento en que ocurra la guerra con Estados Unidos, planteaban, desde por lo menos 1885, que España debía aprovechar la ubicación geográfica peninsular para insertarse en el sistema de alianzas de Europa y abogar así por la flexibilidad diplomática en los compromisos que se contrajeran con París y Londres.

Ese sistema de alianzas que defendía Sagasta, León y Castillo, Moret y Almodóvar, estaba muy lejos de ser homogéneo. Todo lo contrario. Más bien era una especie de sumergible con doble escotilla. En una de ellas asomaba la cabeza de Segismundo Moret, quien concentró siempre sus intereses en el Mediterráneo en contra de Francia. Moret prefería pactar alianzas con las dos monarquías más poderosas, ricas e influyentes de Europa: la inglesa y la alemana. Esta última, sobre todo, por su evidente hostilidad contra la III República Francesa a la que culpaba por el auge del republicanismo español. 

Con toda probabilidad fue Moret quien insertó a España en el convenio del Mediterráneo de 1887, por virtud del cual los gobiernos de Inglaterra, Austria, Italia y España, se comprometieron a preservar el statu quo en el Mediterráneo y sus mares interiores, quedando Francia fuera del juego gracias a las brillantes movidas diplomáticas del canciller alemán Otto von Bismarck. 

Segismundo Moret tenía otras razones para forzar alianzas con Alemania. Estas últimas se encontraban en su propio bolsillo. Moret, ministro de Estado en el Gobierno de Sagasta de 1885 a 1888, se convirtió en 1889 en presidente de la Compañía General Madrileña de Electricidad. Esta compañía era una subsidiaria de la Sociedad General de Electricidad de Berlín, fundada en Madrid con el capital del banquero alemán Arthur von Gwinner.

El banquero —gran amigo de Moret— consiguió además que el canciller Bismarck otorgara una subvención de 500 pesetas mensuales para el periódico El Día del que Segismundo Moret era propietario. Esta subvención se mantuvo desde julio de 1886 hasta finales de 1895. Arthur von Gwinner fue pionero en la creación de una infraestructura que facilitó desde los años ochenta del siglo XIX las inversiones en España de empresas mineras, químicas y eléctricas procedentes del pujante tejido industrial alemán, incluyendo el Deutsche Bank.

En la otra escotilla, los liberales fusionistas tenían a León y Castillo quien —en clara contención con Moret— entendía que España debía acercarse a Francia, potencia vecina en Europa y en Marruecos, para reforzar así las colonias españolas en el noroeste de África, a las que consideraba importantes, sobre todo luego de la repartición de los territorios africanos que consagró la Conferencia de Berlín de 1885.

A León y Castillo le preocupaba la clara presencia económica del imperio alemán en Marruecos desde fines del siglo XIX y también le asustaban las constantes menciones en los discursos alemanes a las posesiones españolas en el golfo de Guinea. Entendía que, por su vulnerabilidad territorial, las Canarias podían quedar incluidas en esos proyectos de anexión.

No le faltaba razón al diplomático canario. En uno de los informes del embajador alemán en Washington al emperador alemán, en ocasión de informarle sobre el inminente ataque de una escuadra norteamericana a Manila en 1898, el propio Guillermo II escribió al margen: «los yanquees no pueden hacerlo, pues nosotros pretendemos conseguir de algún modo Manila». Y, cuando, un mes después, a principios de junio, se iniciaron conversaciones entre Alemania e Inglaterra con Estados Unidos acerca de un eventual reparto de territorios, la diplomacia alemana señaló las siguientes posesiones españolas: en África, una estación naval en las Canarias y otra en la isla Fernando Poo; en Asia, el archipiélago de las Joló, al menos una de las islas de Filipinas; y en los Mares del Sur, las Carolinas.

Ahora bien, la oposición más férrea a ambas tendencias aliancistas —la de Moret y la de León y Castillo— se encontraba en la doctrina aislacionista defendida históricamente por el Partido Conservador de Antonio Cánovas del Castillo. El partido que se turnaba el poder con los liberales fusionistas prefería mantener el statu quo. Su doctrina se concentraba en priorizar la estabilidad de la Península y en conservar las islas y archipiélagos remanentes del imperio de ultramar perdido decenios antes: Cuba y Puerto Rico en el Caribe; Filipinas, Marianas, Palaos y Carolinas en el Pacífico; Canarias frente a las costas marroquíes y saharianas; y Baleares en plena intersección marítima del Mediterráneo occidental.

El aislacionismo conservador y el aliancismo liberal fusionista en sus dos variantes se solaparon siempre que se activaba el sistema de turnos. En 1885 le tocó el turno a Sagasta; en 1891, a Cánovas; en 1893 de nuevo Sagasta; en 1896, a Cánovas. El ritmo no permitía notas discordantes… hasta el 8 de agosto de 1897. El asesinato de Cánovas del Castillo rompió de forma definitiva e irreversible con la política exterior que pretendía mantener el status quo e inclinó la balanza irremediablemente hacia un nuevo régimen en el que España, ansiosa por conseguir apoyos europeos, estará dispuesta a sacrificar los principios que hasta ese momento la caracterizaban. Seis meses después del asesinato de Cánovas —magnicidio ocurrido el 8 de agosto de 1897 sin que hasta la fecha se haya señalado al autor intelectual— colocados ya en puestos de poder Sagasta (presidente de Gobierno), León y Castillo (embajador en Francia), el duque de Almodóvar del Río (ministro de Estado) y Segismundo Moret (ministro de Ultramar), Estados Unidos le declaró la guerra a España. 

No debió ser una sorpresa para nadie que, en 1898, el nuevo Gobierno de España, libre de la oposición de Cánovas, apostara más a una política de alianzas con Francia y con Alemania, que a la conservación de los territorios en las Antillas y en el Pacífico. El primer evento que demuestra este giro copernicano fue la intervención ‘providencial’ del ministro francés Delcassé en el conflicto con Estados Unidos, seguido por la renuncia a Cuba, la entrega incondicional de Puerto Rico y la venta de Filipinas a Estados Unidos, atada esta última a una cláusula de libre comercio en el Pacífico. Cláusula que beneficiaba a Inglaterra, a Francia y a Alemania. Meses más tarde —y no por casualidad— León y Castillo y Delcassé firmaron un tratado para el reparto de Guinea, el Sáhara y Marruecos.

En febrero de 1899 —dos meses antes de la ratificación del tratado en el que entregaban Cuba, Puerto Rico y Filipinas— los hombres de Sagasta pactaron con Alemania la venta de las islas Carolinas, Palaos y las Marianas por 25 millones de pesetas, que hoy serían unos 15 mil dólares.

La cantidad de dinero es tan irrisoria que debemos pensar que la verdadera ganancia no estuvo en el dinero sino en el acuerdo de libre comercio contenido en el mismo pacto secreto por el cual España se comprometió a otorgar a los productos alemanes que entraran al país una tarifa de privilegio a cambio de que Alemania hiciera lo mismo con los productos españoles. 

Con esta información resultan mucho más entendibles las grandes omisiones, los olvidos, las debilidades, las flaquezas, el abandono, «todo eso que se llama desastre de Cavite, doble catástrofe de Santiago de Cuba, capitulación de Manila, Protocolo humillante en Washington, tratado vergonzoso en París…».

Thèophile Delcassé 

¿Qué es la diplomacia sino el arte de aprovechar el poder de la nación para proteger y avanzar el interés nacional?

THÈOPHILE DELCASSÉ

Thèophile Delcassé no era un novato en la política francesa. Había dedicado doce años de su vida al periodismo ultrapatriótico y ultranacionalista con una influencia enorme en el modelaje de la opinión pública francesa. En 1889 entró en la Cámara de Diputados y en 1893 se convirtió en subsecretario de Colonias. Gracias a sus esfuerzos, la Oficina Colonial francesa se transformó en un departamento separado con un ministro a la cabeza y a ese cargo fue nombrado en 1894.

Desde ese ministerio se dedicó a impulsar la empresa colonial francesa, especialmente en África occidental; abogó por alianzas con España; impulsó los asuntos navales; y en varios discursos —al igual que lo hacía Theodore Roosevelt del otro lado del Atlántico— declaró que la función de la Marina era asegurar y desarrollar la empresa colonial. En junio de 1898, como ya sabemos, sustituyó a Gabriel Hanotaux en el Ministerio de Relaciones Exteriores. En el momento en que León y Castillo y Delcassé se reunieron por primera vez, hacía más de once años que el último intentaba conseguir una alianza franco-hispana en la cuestión Marruecos.

La idea del francés con esta alianza no solo era reforzar la posición de ambos países, sino excluir de la zona a Alemania, a Italia y al resto de Europa. Delcassé, un ferviente nacionalista, todavía recordaba la derrota frente a Alemania en 1871, guerra en la que Francia tuvo que entregar ante el canciller de Prusia, Otto von Bismarck, millones de francos en reparaciones de guerra, así como la mayor parte de las ricas provincias de Alsacia y Lorena.

La historia no se podía repetir con sus colonias en África. Marruecos era vital para Francia: bordeaba el estrecho de Gibraltar por el cual los puertos mediterráneos de Francia comerciaban con América y África occidental. Era también el lugar donde las flotas del Mediterráneo y del Atlántico de Francia tendrían que unirse en caso de guerra. Marruecos, en 1898, estaba ocupado por los españoles solo en un punto, mientras que Francia lo bordeaba a lo largo de toda la frontera occidental de su imperio Argelino. En consecuencia —advertía Delcassé— Francia no debía permitir nunca que Tánger cayera en manos de potencias hostiles. Para mantener el status quo era importante una acción concordante entre Francia y España que mantuviera fuera del área a otras potencias como Italia o Alemania. La cuestión de Marruecos para Thèophile Delcassé —ministro al que llamaron el Richelieu de la Tercera República— era «esencialmente un problema franco-español».

Otro suceso que agregó calor a la compleja situación de Francia en el verano de 1898 fue la llamada crisis de Fashoda. En julio ese año, coincidiendo con la destrucción de la escuadra de Cervera en Santiago de Cuba, llegó a la ciudad de Fashoda, a orillas del alto Nilo, una columna de senegaleses bajo el mando francés que chocó de inmediato con las tropas angloegipcias que acababan de derrotar al líder sudanés Mahdi. Tanto Francia como Inglaterra habían estado expandiéndose hacia el mismo punto en África y, finalmente, en julio de 1898, ocurrió el encuentro que ambos gobiernos temían y anticipaban. Un encuentro pacífico, pero sin duda, de alto voltaje militar. Las relaciones entre Francia e Inglaterra difícilmente podrían haber sido peores de lo que fueron en el verano de 1898.

Fue en este contexto geopolítico particular en el que León y Castillo se acercó a la diplomacia de Francia. Delcassé, adelantando la política que primaría en el siglo XX, no estaba simplemente pensando en anexar Marruecos a Francia. Sabía que necesitaría a España como amiga y vecina tanto en Francia como en África. Más que un territorio, lo que buscaba Delcassé era formar una estrecha entente con España, algo invaluable en caso de una guerra con Inglaterra, pero sobre todo en el caso de una más probable guerra con Alemania.

Esa alianza que buscaba Delcassé —varias veces escatimada entre otras cosas por el efectivo cerco diplomático que estableció Alemania— se la sirvió en bandeja de plata el embajador español León y Castillo en 1898. En aquella ‘gestión diplomática’, los franceses, en apariencia neutrales, consiguieron ventajas que por años habían estado buscando. Con las negociaciones de paz y con París como sede de las conferencias del tratado, España quedó, irremediablemente, bajo la influencia de Francia. Ahora bien, el escenario no se limitaba a Europa y a África. Incluía también al nuevo actor: Estados Unidos. Delcassé estaba muy interesado en mantener las tradicionales relaciones amistosas entre Estados Unidos y Francia.

No le interesaba en lo absoluto tener a la nación estadounidense de enemiga, sobre todo con la cercanía de la Exposición Universal de París programada para comenzar en abril de 1900, un evento que se esperaba involucrara alrededor de 100 millones de francos. Pero, ante el estallido de la guerra —quizás por la proximidad de Francia con España— las simpatías de la prensa y el pueblo francés se inclinaron de inmediato hacia el lado de los españoles.

Las demostraciones entusiastas de esa simpatía no siempre fueron halagadoras para Estados Unidos, y las relaciones entre ambos países se vieron comprometidas. De hecho, nunca se habían visto tan comprometidas desde la expedición francesa a México bajo Napoleón III. Esta animosidad generada entre Francia y Estados Unidos interfería seriamente con la política francesa, especialmente con la política comercial.

Las razones geopolíticas, sin embargo, no alcanzan para justificar la intervención de Francia en el conflicto hispano-estadounidense. Delcassé tenía otras fuertes motivaciones que provenían del lado de los capitalistas franceses. Resulta que casi una cuarta parte de todas las exportaciones españolas —350 millones— iban a parar a Francia (incluyendo los vinos españoles tan preciados por los franceses), mientras que otros 343 millones del comercio francés terminaban en España. 

Además, durante los últimos años España había adquirido el mal hábito de recurrir a Francia para conseguir el capital que necesitaba. Prácticamente todos los ferrocarriles españoles se habían construido con ahorros franceses, incluyendo los de Puerto Rico que, incluso, operaban bajo una concesión francesa.

Las estimaciones del capital francés invertido en España hasta 1898 iban desde unos 3 millones hasta 5 millones de francos y se distribuían aproximadamente de la siguiente manera: 1 millón 500 mil en bonos del Gobierno español y 1 millón 500 mil a 2 millones en valores ferroviarios españoles. Las inversiones francesas en España generaban alrededor de 150 millones de francos por año.

Y, por último aunque no menos importante, por esas fechas Maurice Hutin, presidente de la fracasada Compagnie Nouvelle du Canal Interoceanic, intentaba vender al Gobierno de Estados Unidos su proyecto de construcción de un canal interoceánico a través de Panamá. Para estas gestiones Hutin había contratado, como intermediario frente al gobierno de McKinley, a Sullivan & Cromwell, un bufete corporativo ubicado en el #41 de Wall Street cuyo cliente principal era John Pierpont Morgan. La Compagnie Nouvelle du Canal Interoceanic, incluso, llegó a donar la estratosférica suma de 60 mil dólares al Partido Republicano con el objetivo de adelantar su negocio. Si las transacciones no llegaban a buen puerto, los franceses involucrados en la construcción del canal por Panamá perderían toda su inversión.

Ya sabemos que, poco tiempo después, el Gobierno de Estados Unidos pagó con dinero público $40 millones por aquel proyecto que algunos tasaron en menos de $4 millones. Ese dinero fue a parar, de forma íntegra, a J.P. Morgan & Co. Luego de esta información volvamos entonces a los sillones aterciopelados del salón biblioteca de la Casa Blanca durante aquella calurosa tarde del martes 26 de julio de 1898.

Prensa Sin Censura agradece a la Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez su autorización para publicar en serie el ensayo histórico publicado en Universi Contemplator, Revista del departamento de Humanidades, Universidad de Puerto Rico en Bayamón.

No se pierda mañana la cuarta entrega de la serie Tratado de París de 1898: entre la diplomacia secreta y la Constitución.

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