Nota de la Autora:
La investigación “Tratado de París de 1898: entre la diplomacia secreta y la Constitución” analiza el Tratado de París de 1898 desde una perspectiva crítica centrada en las violaciones constitucionales cometidas por España durante su negociación, firma y ratificación.
Se examina el particular contexto geopolítico de 1898 para explicar la intervención de Francia y Alemania en la configuración del Tratado.
La autora toma de la mano a Jules Cambon, embajador de Francia en Washington encargado de negociar y ratificar el Tratado, para recorrer todas las fases por las que transitó aquel acuerdo y desmenuzar —desde análisis históricos y jurídicos— las violaciones constitucionales cometidas por el Gobierno de España.
La Constitución de 1876 exigía que las Cortes del reino aprobaran leyes especiales antes de ceder territorios, antes de que tropas extranjeras irrumpieran en territorio español y antes de ratificar cualquier tratado internacional que pudiera obligar individualmente a los españoles.
Ninguna de esas tres limitaciones constitucionales se cumplió. La conclusión final podría resumirse en que todo el proceso para aprobar el Tratado por parte de España fue una gigantesca cadena de irregularidades que forzosamente convierten a ese texto en inconstitucional. Y como toda acción supraconstitucional debe ser considerado nulo, carente de efectos jurídicos y sus consecuencias deberían ser revertidas.
Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez
Para Prensa Sin Censura
El Tratado de París de 1898 constituye la clave de bóveda de todo el entramado político-jurídico que mantiene a Puerto Rico atado, sin remedio y sin solución de continuidad, al Congreso de Estados Unidos. El artículo IX de ese acuerdo es el gran comodín que lo mismo sirve para justificar la sustracción de la nacionalidad de los puertorriqueños que para imponer otra; para atacar a mansalva sus mercados de importación o para colocar obstáculos a las exportaciones; es útil para discriminar desde el gobierno, para injertar leyes de cabotaje, un tribunal federal en 1900 o una junta de control fiscal en 2016. Todo cabe dentro de tan diminuta cláusula. El tratado y su artículo IX son algo así como la navaja suiza de la política: siempre a mano y capaz de resolver cualquier contratiempo que surja, sea grande o pequeño o incluso constitucional. A pesar de su extrema utilidad en la empresa colonial, existen sobradas razones para asegurar que el Tratado de París de 1898 es un texto inconstitucional. Esa aura de ilegitimidad la encontramos desde su propio nacimiento. Los artículos que conforman el tratado no parecen ser el producto de un protocolo de paz para poner fin a una guerra, sino el resultado de varios acuerdos secretos en los que estuvieron involucrados Francia, Alemania, España y Estados Unidos. No fueron las armas, sino los juegos diplomáticos los que determinaron el futuro de Puerto Rico. Y ese detalle lo cambia todo. Es cierto que el equilibrio de poder en Europa se había alterado desde hacía mucho con la entrada del imperio alemán en el juego, pero en el verano de 1898 las cuerdas se tensaron hasta extremos peligrosos. Francia e Inglaterra estaban a punto de enfrentarse por los repartos territoriales en África. Inglaterra desconfiaba de Rusia. Los italianos no podían perdonar a Francia por la toma de Túnez y los franceses no podían perdonar a Italia por haberse aliado a su enemigo alemán. Alemania estaba aliada con Austria-Hungría, con Rumanía y con Italia; el káiser intercambiaba cartas amistosas con el zar de Rusia en las que se referían mutuamente como «Querido Nicky» y «Querido Willy»; y una España con brotes internos por parte de las fuerzas carlistas por un lado y catalanistas por el otro, temía (con razón) que Alemania quisiera anexarse las posesiones españolas en África incluyendo a las islas Canarias.
Las negociaciones y la ratificación estuvieron a cargo de un extranjero sin capacidad jurídica; el Gobierno circunvaló consultas al Parlamento que eran requisito, censuró a la prensa y a las Cortes para evitar el debate público necesario para su legitimación; y —como si lo anterior fuera poco— el Parlamento español nunca lo ratificó.
El mundo de 1898 no era el mismo que el de veinte años antes. No todas las potencias lo vieron al mismo tiempo, pero estaba claro que había que empezar a pensar en clave global por la sobrevivencia de sus propios imperios. Atrás quedaban los tiempos en los que cada una, por separado, conquistaba y anexaba territorios. Era el momento de las alianzas. Hacía falta más diplomacia que colonias.
En ese complejo contexto mundial, Estados Unidos le declaró la guerra a España. El nuevo actor exigió ser parte en la repartición del botín colonial del que hasta ahora solo había disfrutado Europa. Esto, por supuesto, complicó aún más el escenario. Si asumimos que el Tratado de París fue en realidad un reparto diplomático de territorios en el que, además, se hicieron pactos de no agresión, de apoyo en caso de guerra e incluso de libre comercio entre potencias ‘aliadas’, entonces podemos entender el poco cuidado que tuvo el Gobierno de España en cumplir con su propia Constitución. Primero (y más importante) fueron los acercamientos entre los países, los pactos, los yo te doy, tú me das; y luego se cinceló chapuceramente el tratado para que encajara, no en la Constitución española, sino en las concesiones pactadas. El Gabinete de Práxedes Mateo Sagasta violó la Constitución española en todas y cada una de las fases del Tratado de París: en la negociación del protocolo de paz entre julio y agosto de 1898; en la firma del protocolo de paz; en las negociaciones y firma del tratado en París en diciembre de 1898; en la ratificación del tratado en marzo de 1899 y, también, en el intercambio de ratificaciones en abril de 1899. Todo el proceso estuvo plagado de irregularidades. Las negociaciones y la ratificación estuvieron a cargo de un extranjero sin capacidad jurídica; el Gobierno circunvaló consultas al Parlamento que eran requisito, censuró a la prensa y a las Cortes para evitar el debate público necesario para su legitimación; y —como si lo anterior fuera poco— el Parlamento español nunca lo ratificó.
Si en una mano tomamos la Constitución española de 1876, vigente en el reino de España en 1898, y con la otra analizamos los contenidos, los eventos y los personajes que intervinieron en cada fase del tratado, tendremos que concluir que, en sus partes y en su conjunto, en sus formas y en sus contenidos, el Tratado de París es inconstitucional. Y como toda acción supraconstitucional, debe ser considerado nulo, carente de efectos jurídicos y sus consecuencias deberían ser revertidas. Hagamos ese ejercicio. Vayamos por cada una de esas fases.
Preámbulo [aparente] al Tratado: la guerra
Hay naciones moribundas, regidas por malos gobiernos, que caminan derechas a su desaparición.
Lord Salisbury
El 21 de abril de 1898, William McKinley —presidente de Estados Unidos que llegó al poder gracias al apoyo financiero de las camarillas financieras de John D. Rockefeller y John Pierpont Morgan— firmó la declaración de guerra a España y ordenó el inicio del bloqueo naval a Cuba. Sin perder tiempo, el 1 de mayo de 1898 en las Filipinas, a unas ocho mil millas de distancia, el comodoro George Dewey destruyó la flota española en Manila. El 21 de junio la Marina de Guerra de Estados Unidos se apoderó de la pequeña isla de Guam y su magnífico puerto que estaban en manos de los españoles. El 1 de julio el teniente coronel Theodore Roosevelt, vestido con uniforme con botones de bronce que acababa de comprar en Brooks Brothers, condujo a sus Rough Riders en un teatral ataque a pie (olvidaron llevar los caballos en el barco) por el cerro de San Juan en Santiago de Cuba. Dos días después, la Marina destruyó los cuatro buques que componían el escuadrón del almirante Cervera en la bahía de Santiago de Cuba. El 7 de julio el patrón en zigzag de la conquista continuó desde el Caribe hasta el Pacífico al consumarse la anexión de Hawái. El 25 de julio un destacamento de infantes de la Marina desembarcó por la bahía de Guánica en la costa suroeste de Puerto Rico sin encontrar resistencia alguna. El 13 de agosto Manila cayó ante Dewey. En pocos meses y sin apenas entablar combates, el gobierno de William McKinley ganó territorios en los lados Atlántico y Pacífico de sus fronteras continentales.
Por su parte, el Gobierno de España capitaneado por el primer ministro Práxedes Mateo Sagasta —personaje con un amplio historial de corrupción, dominación caciquil y tráfico de favores con dinero público— ante la evidente amenaza a sus territorios optó por una conducta un tanto extraña. Lo primero que llama la atención es que Sagasta tomó la decisión de entrar en la guerra sin consultar a nadie. A diferencia de su homólogo estadounidense, el presidente del Gobierno español no llevó tan importante asunto ante las Cortes.
En lugar de invertir dinero (como hizo el Gobierno de Estados Unidos) en armas, barcos y soldados, el de España no tuvo mejor idea que retener la paga de los soldados que se encontraban en Cuba, Filipinas y Puerto Rico a tal nivel que, al finalizar la guerra la deuda sobrepasaba los siete meses de salario.
En abril de 1898 Sagasta decidió no comprar el crucero italiano Garibaldi, recién salido de los astilleros de la casa Ansaldo, con 7000 toneladas de desplazamiento y 100 metros de eslora; ni compró otro que ofreció la misma casa; ni otros «dos cruceritos que en los astilleros de Armstrong se construían para Brasil y se ofrecieron a España»; ni otros tres barcos rápidos que a la sazón fabricaba una casa alemana para China y los quisieron vender a España; ni el acorazado O’Higgins que propusieron los chilenos al Gobierno español. Eso sí, invirtió dinero en un hermoso yate de recreo llamado Giralda y en tres trasatlánticos alemanes inofensivos, desarmados y sin emplazamientos.
A pesar de las múltiples advertencias y peticiones de auxilio llegadas desde Filipinas, el Gobierno español no envió refuerzos ni barcos ni artillería ni municiones. Y lo peor, luego de conocer que Cuba y Puerto Rico estaban bloqueados por la Armada estadounidense, decidió enviar una única y débil escuadra de combate a las Antillas (a pesar de que España poseía potentes acorazados) compuesta por solo cuatro barcos y dos destroyers, «dos barquitos» que, según un testigo que los vio llegar a Santiago de Cuba, «podrían figurar dignamente en un museo de inutilidades al lado de la carabina del célebre Ambrosio».
La mayoría de las armas y municiones que llevaban las embarcaciones de la escuadra estaban inservibles; uno de los barcos no tenía ni siquiera los cañones de popa y proa; y —como si de una comedia de errores se tratara— no incluyeron en aquel convoy los necesarios transportes con víveres y carbón. Llegado el momento de defender la plaza de Santiago de Cuba —en lugar de aprovechar las divisiones internas de un enemigo diezmado por la fiebre amarilla, malaria y disentería—, Práxedes Mateo Sagasta concentró sus esfuerzos, no en defender tan importante enclave, sino en lograr que los militares obedecieran sus órdenes de capitular sin siquiera presentar batalla. «Toda resistencia es inútil» —le decía el 12 de julio de 1898 el ministro de la Guerra al general en jefe del Ejército de Cuba, Ramón Blanco— «el Gobierno no comprende, ni el país tampoco, la tenacidad y ciego suicidio con que ese ejército pretende defender una tierra ingrata que nos repele».
Ante la negativa de Blanco y su insistencia en resistir ya no fue el ministro de Guerra quien contestó sino el mismísimo Práxedes Mateo Sagasta. «Yo no le pregunto si ahí se puede resistir o no se puede resistir; yo lo que pregunto es si ese ejército obedecerá las órdenes del Gobierno. Tendrán que capitular y, por consiguiente, será inútil todo sacrificio».
Luego de que el gobernador militar de Santiago de Cuba rindiera no solo a la ciudad que gobernaba sino a todas las fuerzas de Cuba que no estaban ni siquiera bajo su mando, le tocó el turno a Puerto Rico. El comportamiento del Gobierno español en esta última isla no se diferenció mucho del desplegado en Filipinas o en Santiago. A pesar de que Sagasta y sus ministros conocían perfectamente que la flota estadounidense desembarcaría por Guánica el 25 de julio, allí no había ni un solo soldado ni un cañón ni una mina ni siquiera algún tipo de obstrucción a la entrada de la bahía. Y un día más tarde, cuando por fin una columna española, al mando del teniente coronel Puig, logró rodear a las tropas estadounidenses cerca de la hacienda Santa Rita en Yauco, llegaron órdenes muy similares a las de Cuba, estas en un nivel más elevado de surrealismo: «¡Repliéguese hacia Arecibo! Regrese por Adjuntas y Utuado».Es decir, al teniente coronel Puig le ordenaron dejar libre al enemigo y moverse a pie con toda la tropa hacia una ciudad en la que no había ocurrido ningún desembarco y que estaba a unos cinco días de distancia. En fin, debería ser evidente para cualquier observador imparcial que en aquella guerra del 98, el Gabinete de Sagasta decidió no defenderse. La actitud de España se parece más a la de un boxeador que ha vendido la pelea de antemano, permitiendo —o más bien deseando— que cada golpe lo acerque más al nocaut. Al bajar los guantes de una forma tan descarada, Sagasta y sus ministros nos invitan a mirar hacia otra dirección. Hacia el lugar donde verdaderamente colocaron todas sus energías y donde estaba escrito el resultado de la guerra y, por lo tanto, el futuro de Puerto Rico: la diplomacia de pactos secretos y oscuros.
Prensa Sin Censura agradece a la Dra. Nieve de los Ángeles Vázquez su autorización para publicar en serie el ensayo histórico publicado en Universi Contemplator, Revista del departamento de Humanidades, Universidad de Puerto Rico en Bayamón.

