Los encantos de una Mujer sin tetas

Nota del Editor: relato de la vida real que invita a reflexionar sobre la belleza de la Mujer más allá de sus encantos físicos y enfermedades.

Por Miguel Rivera

Especial para Prensa sin censura

Sagaz, sensual, sensible, risueña, detallista y revolucionaria.

Así recordaré a la Mujer, que a los 50 años pintó doradas canas en el umbral de su fallecimiento y que me hipnotizó con su respetuoso y reverente culto a la Palabra, casi como la idolatría a un dios.

La recordaré sagaz a ultranza.

Sensual a flor de piel.

Sensible a la emoción.

Risueña a la provocación.

Detallista del detalle y los detalles.

Revolucionaria de las generalidades y genialidades del Amor.

De repente, las querencias e ilusiones apalabradas capturaron mi atención. Pertinentes e ingeniosas y a la mar de oportunas.

De repente, sus labios saciaron mis anhelos…

De figura esbelta, impecable verbo y una cuasi religiosa consagración a la pediatría, también inspiró admiración por su vocación a la custodia de la salud de los niños.

Seres bendecidos con sus consultas que la quisieron y respetaron como a una madre y confidente.

Mi pequeñina insistió que la conociera porque era como una pediatra fuera de este mundo; una doctora atípica, que distó por mucho de la norma y trastocó esquemas.

Aquella tarde salí temprano de la oficina para llevarla a la cita. La médico pediatra se asomó. Madura pero juvenil, radiante, sonriente, asertiva, hermosa y acogedora.

Su cabello largo, lacio y con destellos rubios resaltados por los grises de la experiencia y su esbelta figura de muñeca, me subyugaron.

La quise conocer y descubrí una MUJER en mayúsculas. Adorablemente tierna y sensible; dueña de una fuente inagotable de consejos y Palabras redentoras, conciliadoras, emancipadoras y enternecedoras.

La Palabra nos unió y las sensibilidades del corazón, además de las sabidurías de la razón, también.

La admiré sin conocerla.

La quise sin darle un abrazo.

La amé sin darle un beso.

La idolatré sin entregarme a su cuerpo.

Le recé sin aún fallecer.

Acaricié su Alma y me tatué en su geografía al contemplar su deslumbrante desnudez.

Con reverencia y ternura, me acerqué a sus ausentes pechos y los besé con frenesí sintiendo que tocaba la entraña de su ser.

Los volví a besar con dulzura. Era apenas la primera estación de los encantos de aquella Mujer sin tetas, extirpadas de raíz por un maldito cáncer del seno.

Sobrevivió un tiempo sin sus protuberancias aunque se alambre socialmente que sin las susodichas no hay paraíso.

Una Mujer es mucho más que sus tetas. Una Mujer sin tetas es cielo y colmena; es luna y playa. Es Vida y eternidad. Se ama con los labios, la mente, el espíritu y corazón.

Desde entonces en recuerdos adoro los inagotables encantos de mi Mujer sin tetas, en cuyos implantes desbordé los más apasionados besos y caricias de mi frenesí, rubricados en su Alma con la romántica y erótica ensoñación que provocó y cuyo recuerdo aún desencadena en mí.

Nota del Editor: el autor reside en el área Oeste del País.

Foto/Freepik

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